Curriculum breve
Javier Abad Molina es Doctor en Bellas Artes por la Universidad Complutense de Madrid. Artista Comunitario. Tesis Doctoral: “Iniciativas de Educación Artística a través del arte contemporáneo para la Escuela Infantil 3-6 años”. Marzo de 2009. Experto Universitario en Museología y Educación Artística por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor acreditado del Centro Universitario La Salle (Universidad Autónoma de Madrid, España). Evaluado positivamente para las figuras de profesor doctor de la universidad privada, profesor contratado doctor y profesor ayudante doctor. Octubre 2010. ACAP. j.abad@lasallecampus.es
Ángeles Ruiz de Velasco Gálvez es Doctora en Ciencias de la Educación por la Universidad Nacional a Distancia de Madrid. Junio de 2010. Diplomada en Psicomotricidad educativa y terapéutica. Profesora acreditada del Centro Universitario La Salle (Universidad Autónoma de Madrid, España). Evaluada positivamente para las figuras de profesor doctor de la universidad privada, profesor contratado doctor y profesor ayudante doctor. Octubre 2010. ACAP. ange@lasallecampus.es
Nuestros retratos realizados por Manuel (5 años).
Curriculum compartido
Javier Abad Molina es Doctor en Bellas Artes y artista comunitario. Ángeles Ruiz de Velasco Gálvez es Doctora en Ciencias de la Educación, psicomotricista y terapeuta psicomotriz. Ambos son profesores de la Facultad de Educación del Centro Universitario La Salle (adscrito a la Universidad Autónoma de Madrid). Son coautores del libro «El Juego Simbólico» (2011) y “El Lugar del Símbolo: El imaginario infantil en las instalaciones de juego” (2019) y colaboradores habituales de esta editorial a través de artículos de divulgación pedagógica. Entre 2007 y 2017 han participado como profesores invitados en el curso de Especialista universitario en Educación Artística, Cultura y Ciudadanía CAEU-OEI (Organización de Estados Iberoamericanos) y en diferentes posgrados, másteres y jornadas del Ministerio de Educación, Universidad de Educación Cantabria, Universidad de Educación del País Vasco, Universidad Menéndez y Pelayo de Santander, Facultad de Magisterio de Valencia, Universidad Complutense de Madrid, Universidad Autónoma de Barcelona, Pontificia Universidad Católica de Santiago de Chile, Universidad de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica de Perú (PUCP), Universidad Andina Simón Bolivar y Arteducarte-Tinkuy de Quito (Ecuador), entre otras.
Han realizado colaboraciones en el diseño de propuestas artísticas, lúdicas y educativas para el Museo del Prado, Centro de Arte Contemporáneo Reina Sofía (proyecto “El juego como Principio”, Centro de creación contemporánea Matadero y MediaLab Prado del Ayuntamiento de Madrid, Centro de Arte contemporáneo La Panera (Lleida), Centro de Arte Botín (Santander), Fundación Van Leer (Lima-Perú) y Fundación Telefónica (Quito-Ecuador) entre otras instituciones culturales, museológicas, universitarias y ciudadanas.
Como ponentes o conferenciantes han participado en diferentes Congresos de Educación Infantil y Educación Artística en España, Europa (Francia, Bélgica y Portugal) y países de Hispanoamérica como Colombia, Argentina, Chile, Ecuador, Uruguay, Perú y República Dominicana. Sus investigaciones y publicaciones están relacionadas con la interacción entre arte, cultura y juego, la configuración de espacios lúdicos para la infancia a través de instalaciones de juego y la creación de contextos para la vida de relación y el encuentro intergeneracional destinados a la formación y desarrollo de colectivos educativos y culturales en ámbitos artísticos, terapéuticos y sociales.
Nuestra Ludobiografía
Pasaba tantas horas al día jugando que apenas me quedaba tiempo para hacer los deberes y estudiar. Afortunadamente a mis padres parecía no preocuparles mucho, incluso creo que les divertía ver cómo transformaba el pasillo de mi casa en las vías de un tren cuyos vagones, llenos de pasajeros imaginarios, eran cajas de cartón, la terraza en un restaurante abierto cada tarde de verano, mi habitación en un aula repleta siempre de niñas y niños, el respaldo del sillón en una diligencia igual que las que salían en las películas del Oeste, o cómo las figuras del Belén “abandonaban” el escenario que montaba mi padre cada Navidad para jugar al “corro de la patata” en otro lugar que no era su contexto habitual.
Aunque siempre he preferido jugar en la calle donde mis abuelos maternos tenían un comercio de ferretería. Allí desaparecía el tiempo y el espacio se transformaba en cualquier lugar. Jugábamos a “Sanfermines” con el perro de mis tíos que nos perseguía calle abajo, a ser equilibristas en el borde de la acera o en el respaldo de los bancos, a caballos y jinetes con las cuerdas de pita que nos hacían rozaduras en los brazos, a patinar con unos patines que apenas rodaban y que se salían continuamente de los pies, o a carreras de bici cronometrando el tiempo, porque solo teníamos una para varios niños y, como no podíamos salir todos a la vez, ganaba quien tardaba menos, no quien llegaba antes. La calle era un lugar privilegiado para encontrarnos y jugar todos juntos, para aprender a gestionar los conflictos, para transgredir las normas, para ser libres.
Gracias al juego he sido camarera, médico, asistenta, ciclista, dependienta, profesora… y feliz (Ángeles Ruiz de Velasco Gálvez).
Mi memoria lúdica me ha permitido regresar a lugares que tan solo recuerdo jugando. Algunos de estos juegos eran silenciosos y apenas imperceptibles como el recorrido de mi mirada en el cuadro de un paisaje que había en casa de mi abuela paterna. Mientras los adultos hablaban, yo movía en mi pensamiento las figuras de personas y animales. O hacía que lloviera, nevara y que los árboles se tiñeran de amarillo en un perfecto otoño. En cada visita, sucedía algo diferente y mi ensimismamiento debía ser algo visible pues permanecía atento al cine mudo que solo sucedía en mi imaginación durante toda la tarde hasta que terminaba la visita de los domingos por la tarde.
También recuerdo que mi madre me pedía que inventara juegos para mis dos hermanos (yo soy el mayor) o que les entretuviera mientras ella hacía las tareas de la casa. Me tomé muy en serio el juego y no por mandato, sino porque hacía nacer dentro de mí una emoción muy intensa que tenía después la dificultad de no saber cuándo había terminado el tiempo de la lúdica pues entendía cada hora del día como un juego continuo y sin interrupciones, por ejemplo, organizar batallas de gajos de mandarina en el tiempo del postre y que dejaban un océano de zumo sobre la mesa de la cocina, entre otras.
La mecha estaba encendida y cuando apareció el recordatorio de… ¿y cuándo vas a dejar de jugar?, ya no tuvo remedio. Así, me dediqué durante años a acciones poco productivas que no llegaban a ninguna parte, pero que me generaban un inmenso placer como pasar tardes enteras narrando de viva voz relatos épicos con cualquier objeto inservible que había en el cajón de una mesilla y que yo daba una segunda vida en mi imaginación. O hacer y rehacer mil veces un castillo de bloques de colores que destruía una tormenta.
Después seguí jugando con el sonido, con las imágenes y con las palabras. Tampoco todo esto ha sido muy productivo, pero debo reconocer que el juego me ha permitido ser ahora como me pensaba ya de niño cuando leía entonces un libro de título “Si yo fuera mayor” de Eva Janikovszky y Laszlo Reber (1967) que aún conservo. Me fascinó la historia de alguien que elegía a su compañera de vida porque sabía jugar. Y así hice yo también… (Javier Abad Molina).
Ahora y juntos, “jugamos la vida” a cada momento y, aunque van cambiando los espacios de juego, permanece el deseo por sentir la libertad y el disfrute que proporciona esa otra manera de vivir desde la transformación simbólica de la realidad (es decir, la vida lúdica). Así, jugamos a dibujar un “yo”, un “ego” que se alimenta, en esta ocasión, para que desaparezca y se convierta, de esta manera, en un “nosotros” compartido.
“Alimentar el EGO” (2018). Plaza de la Basílica de San Francisco, Lima, Perú.
En esta céntrica plaza de Lima, hay cientos o miles de palomas que anidan en la fachada de la Basílica. Y para alimentarlas, hay personas que venden pequeñas bolsas de granos de maíz. Como juego, compramos dos y escribimos la palabra YO en el suelo (realmente hubieran sido necesarias tres bolsas para escribir EGO, pero no teníamos más monedas). En cuanto nos separamos del lugar de escritura, acudieron las palomas que rápidamente hicieron desaparecer la palabra. Y ese era el intento: «Alimentar el EGO» como paradoja de la desaparición para que permanezca solo la experiencia. Y también la narrativa de imágenes para compartir y recordar este instante efímero.
La ciudad como lugar del juego
Ángeles Ruiz de Velasco y Javier Abad (2021)
La Ciudad Lúdica nos ofrece sentirnos pertenecientes en el reconocimiento de lo cotidiano y de la misma manera, nos propone estar abiertos y dispuestos a la sorpresa. Resignificar cualquier espacio público a través del juego, es asociar la experiencia estética a un lugar específico por la posibilidad de transformar el paseo en viaje iniciático que crea representaciones de la identidad ciudadana. Solo hace falta habitarla jugando.
Como referencia posible, la exploración de la ciudad como tablero de juego o “cancha casual” puede ser una mera acción de desplazamiento o recorrido de un sitio a otro, pero también la conversión consciente de un no-lugar urbano en un espacio habitable para la lúdica. El entorno próximo ciudadano, que también es escuela y hacer, ofrece un amplio repertorio de posibles apariciones y órdenes espaciales para la deriva y “performa” el sentido del territorio en una coreografía espontánea del cuerpo en movimiento y en adaptación a lo imprevisible. Se crean así vínculos identitarios que transforman lo ordinario en extraordinario, al mismo tiempo que son relevantes para adquirir un sentimiento de pertenencia a través de la apropiación lúdica de la ciudad.
Como jugadores confesos que somos, y después de haber superado y asumido el discurso transmitido de que jugar “es cosa de niños”, que en otros tiempos nos hacía sentir extraños y un poco culpables al no haber dejado atrás ese placer irresistible y ese gusto inevitable por hacer de la existencia un lugar para la lúdica, descubrimos con el tiempo que, en realidad, saber jugar es saber vivir con la salud que proporciona la oportunidad de crear, divertirse, ser espontáneo, tener curiosidad o sentido del humor.
De la misma manera que la infancia “detecta” instintivamente a un buen compañero de juego, los adultos también nos unimos desde el jugar, pero no desde cualquier tipo de jugar, porque hay diferentes maneras de entender el juego. Éste que nos gusta a nosotros es el juego improductivo, el juego sin sentido (aparente), el juego por el placer y la diversión que proporciona el jugar, sin más aspiraciones ni expectativas. El juego de lo impredecible que desde la mirada del observador externo puede parecer absurdo (o quizás no), pero que a cierto tipo de jugadores le gusta precisamente por lo atrayente y atractivo que resulta aquello que no tiene ningún tipo de finalidad ni interés manifiesto.
De cualquier modo, el juego une, nos une y reúne. No se nos ocurre mejor manera de contar cómo somos que decir que somos jugando. Como seres humanos en constante situación, porque la realidad es siempre el contexto en el que se produce, estos son los espacios que convertimos en lugares de juego, mundos compartidos desde la acción o la contemplación de la mirada. Porque jugar es y será siempre nuestro origen y destino.
Un monumento es objeto físico y simbólico a la vez. Como objeto podemos “utilizarlo” para sentarnos o cobijarnos en su sombra. Como símbolo evocador de ideas, en este caso de derechos y libertades conquistadas, nos invita a establecer una relación lúdica, porque el juego espontáneo es uno de los máximos exponentes de libertad creadora, como lo que representa este homenaje a la Constitución en la ciudad. Dos símbolos así unidos en una metáfora que resignifica el espacio en lugar y le otorga un nuevo sentido.
La pelota de playa es un objeto lleno de significados: símbolo del verano como etapa asociada al tiempo sin horarios, al permiso para no hacer o hacerlo de otra manera, a los momentos inolvidables de todas las primeras veces. La pelota evocadora de juego, mediadora del intercambio y la relación con los demás o catalizadora del placer que siente nuestro cuerpo al moverse. Y el agua, metáfora también de esas ideas que se hacen aún más fuertes en la unión del objeto con la materia líquida en cambio constante.
¿Y si le hacemos un homenaje al juego? En el espacio público la ciudad se ha colocado una peana que anticipa la colocación de una escultura (aunque al escribir estas líneas no ha terminado de concretarse). Pero antes de que sea ocupada por el personaje o idea objeto de reconocimiento, nos hemos adelantado, aunque sea solo de manera efímera, a que ese homenaje esté dedicado al juego y al derecho de jugar de todas las personas.
Museo de Escultura al Aire Libre en el Paseo de La Castellana de la ciudad de Madrid. La Sirena Varada (1972) del escultor Eduardo Chillida que inicialmente fue llamada por su autor: Lugar de encuentros III. Nos quedamos con su nombre original para reivindicar el valor del encuentro, de reunirse, esperarse en un punto concreto, anticipar con el pensamiento el momento de la llegada imaginándola antes de que suceda. Confluencia de fuerzas llenas de energía creadora entre el arte, el juego y las relaciones entre ambas.
Jugar es darle una ubicación y un reconocimiento a una “escultura” efímera, no por su interés material, sino por el sentido que representa: reivindicar el valor y la importancia del juego. La elección del lugar es un acto intencional que también tiene connotaciones lúdicas, cerca de una potente escultura de hormigón que llena el espacio con la fuerza de su presencia, una liviana estructura de “aire” que solo permanece un breve instante.
Jugar también es hacer de cualquier momento y de cualquier lugar un aire festivo, significando el espacio de la ciudad con un objeto simbólicamente asociado a las verbenas populares de los barrios que se adornan para celebrar esos momentos especiales como rituales de lo extraordinario que rompen con la rutina de lo cotidiano.
¿Qué puede tener de “festivo” las barras de metal colocadas en el espacio público como aparcamiento de bicicletas? La celebración de un modelo urbano más sostenible, el dar la bienvenida a una alternativa de transporte más “limpia” y saludable que empieza a tener una presencia cada vez más protagonista en las ciudades. Objeto lúdico además asociado a la memoria de la infancia como conquista y logro de equilibrio conseguido.
Investirlo con las banderas invita además a rodearlo, a dimensionar el lugar que ocupa, dotarle del sonido que les otorga el aire al moverlas, envolverlo como si se tratara de un regalo que nos hacemos como ciudadanía, o mejor aún, como comunidad que va más allá de la individualidad particular para encontrarse desde la fuerza que supone la unión de un colectivo implicado en lo que nos importa a todos juntos y en colaboración.
El juego es aprovechar la oportunidad para disfrutar de lo extraordinario como un momento único y quizás irrepetible por un tiempo. El paisaje blanco de la ciudad, tan inusual como efímero, teñido de molinillos de colores como contraste, paradoja o interferencia. Memoria también de la infancia que descubre la nieve por primera vez.
El juego del absurdo y de lo improductivo es esperar que una rejilla de ventilación desprenda el aire necesario para mover los molinillos de viento colocados en el borde que la rodea. O quizás el sentido de lo paradójico: un objeto pensado para el movimiento que no se mueve, el contraste entre el color y los grises, entre el juego y lo cotidiano.