Éstos fueron últimos versos de Antonio Machado, encontrados en un trozo de papel arrugado en el bolsillo de su chaqueta poco después de fallecer en el exilio de Colliure, Francia (1939).

Resulta muy emotivo saber que los dos últimos versos de un gran poeta brotaron del “manantial sereno” de un deseo o pensamiento lúcido (como referencia a la luz), propio del que nada tiene ya que perder. Y que su última palabra, escrita a mano, fuera infancia.

Este el secreto de toda una vida, el resumen y más pura esencia de un legado para todos. En él, la luz azul y la infancia luminosa resuenan aún con nitidez en su poema-retrato de recuerdos sensoriales de un patio de Sevilla, evocación y añoranza de los días de su niñez para siempre. Esa infancia perpetua fue su última patria a la que dedicó unos versos finales y también otros poemas en el recuerdo vivo de un tiempo de escuela en el que leímos, recitamos o memorizamos versos a una “tarde parda y fría de invierno de monotonía de lluvia tras los cristales”, a las “moscas de todas las horas” o a un sueño infantil en “clara noche de fiesta y de luna”. Imaginarios de un poeta que no olvidó su origen y que amaba “los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles como pompas de jabón”, metáfora de un universo propio que invoca ese relato común al que ya pertenecemos.

Y si en el final de cada estela en la mar, el azul de la vida se nos representa en imágenes y palabras a través de todo lo que es fugaz pero que también permanece indeleble, la caricia del sol y la memoria de la infancia aparecen como el lugar al que siempre se regresa, aunque nunca se haya partido de él para recordar el niño y la niña que seremos.

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